¡Hola!
Este mes de marzo saldrá a la venta la segunda parte de Saga Oyrun (El colgante de los cuatro elementos), y para ir promocionando la novela os dejo la sinopsis y el prólogo.
¡Espero que lo disfrutéis!
SINOPSIS:
La desaparición de la elegida brinda una oportunidad a los magos oscuros de someter a todas las razas de Oyrun, bajo su voluntad. Al mismo tiempo, Ayla, debe encontrar la manera de regresar al lado de su amor, el príncipe Laranar, herido en batalla y bajo la incertidumbre de si sigue vivo o muerto. Pero una duda se le presenta a la elegida, pues el futuro oscuro que le predijo el mago Valdemar pende como una daga sobre su cabeza, si regresa a Oyrun, podría acabar muerta.
¿Merece la pena arriesgar la vida por volver a encontrarse con su príncipe elfo? ¿Será capaz de afrontar su destino donde otros han muerto?
Sigue la continuación de La profecía del mundo Oyrun, un segundo volumen cargado de amor, aventuras, desafíos y pasados ocultos, que harán las delicias de los lectores.
PRÓLOGO
El momento
llegaba y agarraba con fuerza las sábanas de la cama donde estaba
tendida. Encorvé la espalda, gimiendo, cuando una nueva ráfaga de
dolor retornó con más fuerza. Una muchacha pasó un paño
humedecido en agua fría por mi frente, mientras otra mujer me
apremiaba porque no resistiera por más tiempo lo inevitable.
–¡Empujad!
–Gritó.
–No
–me negué, viendo el orco que esperaba plantado en la puerta–.
No se lo daré.
–Si
no empujáis moriréis los dos –me avisó.
Las
lágrimas caían por mis mejillas, y miré la única ventana que
disponía aquella estancia. Era de noche, la luna llena estaba alta
en el cielo como un espectador que vigila todo lo que sucede en el
mundo.
Grité al
notar otra contracción, e involuntariamente mi cuerpo me traicionó
y empecé a empujar.
–¡Sigue!
–Me gritó la comadrona–. ¡No pares!
La chica
que me humedecía la frente miraba la escena horrorizada, pero hizo
acopio de valor y me dio una mano que agarré con fuerza. El dolor se
suavizó y me dejé caer sobre la montaña de cojines que tenía a mi
espalda. Las sábanas estaban teñidas de sangre. La chica volvió a
pasar el paño por mi frente. La miré, era joven, cabellos oscuros y
ojos marrones, pero poco agraciada. No la conocía, no era ninguna de
mis damas de compañía, y la comadrona tampoco era nadie de mi
círculo. Solo una simple mujer, entrada en años, sacada de los
bajos fondos de la ciudad.
–¿Y
mi marido? –Quise saber.
–Supongo
que en el anfiteatro –respondió la comadrona–. Como toda la
ciudad o... lo que queda de ella.
El dolor
regresó y la mujer volvió a prepararse.
Empujé,
apretando los dientes, notando como la sangre enrojecía mi rostro
por el esfuerzo. Al coger aire me fijé en el orco, que curvó las
comisuras de su boca en una sonrisa malévola.
No
dejaré que te lo lleves,
pensé.
–¡Ya
casi! ¡Un último esfuerzo!
El dolor
era insufrible, como el peor de los dolores de estómago multiplicado
por diez pero localizado únicamente en la zona baja del vientre.
Agarré más fuerte la mano que me tendía la muchacha, ésta gimió
de dolor y se dobló a un lado, sorprendida al notar mi fuerza.
La solté
en cuanto pude respirar una bocanada de aire.
Agarré
de nuevo las sábanas, estrujándolas. Cerré los ojos, puse todas
mis fuerzas en dar un último empujón. Grité,
grité, grité. Entonces,
noté como se deslizó al exterior.
–¡Ya
está! –Exclamó la comadrona, aliviada.
Me dejé
caer en la pared de cojines de mi espalda y vi al orco hablar con
alguien en el exterior.
Mi hijo
rompió a llorar en brazos de la mujer que me atendió.
>>Es
un varón –me informó, mientras lo envolvía en una manta de
algodón.
Me lo
tendió y lo cogí, temblorosa.
Estaba
sucio de sangre y fluidos, pero tenía una buena voz.
Sonreí,
mirándole, y le di un beso en la frente.
Poco a poco
se calmó mientras le acunaba en mis brazos y le observaba. Era
perfecto, sano y sin ninguna deformidad. Abrió los ojos y reconocí
la mirada de André en él.
Tiene
sus ojos marrones,
pensé con ternura y ensanché mi sonrisa.
–¡Ah!
El heredero de Tarmona –un vuelco me dio el corazón al escuchar
esa voz y miré con pánico creciente el mago oscuro que entró en la
habitación.
Era un
hombre que aparentaba unos cuarenta o cuarenta y cinco años de edad,
pero que había vivido milenios. Su tez era blanca, pálida. Sus
cabellos eran negros y lacios, que le llegaban hasta justo los
hombros, y sus ojos... eran oscuros como la noche mostrando un deje
de locura en una mirada ya de por sí siniestra y malvada. Se plantó
a mi lado, observando a mi hijo y yo lo estreché más contra mi
pecho.
–Por
favor, no le haga daño –le supliqué.
Era de
constitución delgada y acostumbraba a caminar con los hombros
encorvados.
–Me
temo que no puedo prometerle eso, condesa.
El mago
oscuro miró al orco y asintió.
Automáticamente
el orco se dirigió a mí con paso decidido mientras el mago oscuro
se hizo a un lado.
–¡No!
–Grité, intentando huir del monstruo que extendió sus brazos para
coger a mi hijo–. ¡No! ¡Por favor! ¡Por favor!
Mi pequeño
empezó a llorar, mientras el orco forcejeaba conmigo. Finalmente, me
lo arrebató de mis brazos al comprender que era capaz de partirlo en
dos si no se lo entregaba.
Miré a la
comadrona y la muchacha, buscando su ayuda, pero se limitaron a mirar
la escena desde una esquina, ambas llorando en silencio por la
angustia y el temor. Miré una vez más al mago oscuro y al orco que
ya salían de la habitación llevándose a mi hijo.
Desesperada,
saqué fuerzas de donde ya no quedaban y me puse en pie.
–Condesa,
no debería...
Empujé a
la comadrona en cuanto quiso detenerme, di dos pasos y llegué a la
pared. Desde allí, fui apoyándome en ella hasta salir a un pasillo,
a tiempo de ver como el mago oscuro giraba una esquina con su túnica
negra ondeando bajo su marcha.
–¡Urso!
–Le llamé, recostada en el marco de la puerta–. ¡Devuélvemelo!
Una risita
me llegó desde su dirección unida a los llantos de mi hijo.
Empecé a
caminar apoyándome en la pared, pero entonces una pequeña
contracción hizo que me detuviera. La comadrona vino de inmediato y
me sostuvo mientras apretaba. Algo se deslizó por mis piernas, una
especie de bolsa residual.
–Tranquila
es normal –dijo al ver que ponía los ojos como platos–. Pero
debe descansar.
–No,
mi hijo.
Volví a
caminar, aunque esta vez la mujer me ayudó en ello y a mi otro lado
se colocó la muchacha rodeándome con un brazo la cintura. Salimos
al exterior del castillo y escuchamos unos tambores retumbando por
toda la ciudad.
–Démonos
prisa –pedí, intentando caminar lo más rápido que podía. Detrás
de mí, un rastro de sangre marcaba nuestro paso.
Los orcos
inundaban las calles, pero ninguno hizo intención de detenernos.
Algunos sonrieron al vernos pasar, como si les hiciera gracia nuestra
situación. Eran unas criaturas horribles que podían alcanzar los
dos metros de alto aunque muchos de ellos solo alcanzaban el metro
sesenta. Sus rostros eran malformaciones producidas por la más
profunda magia negra, con colmillos prominentes y tez oscura. Iban
vestidos con bastas ropas y armaduras, aunque algunos de ellos
dejaban su torso desnudo llevando únicamente pantalones. Portaban
hachas, mandobles o espadas. Se contaba, que en el pasado, fueron
elfos capturados y trasformados en lo que eran hoy en día, unos
monstruos sin corazón ni remordimientos.
Aparté la
vista de todos ellos, concentrándome en alcanzar el anfiteatro.
Lugar donde llevaba Urso –el mago negro– a mi hijo.
Las piernas
me fallaron y casi hice caer a la comadrona y a la muchacha al suelo,
pero me sostuvieron y logré recuperar el equilibrio.
–Condesa,
se lo suplico, volvamos al castillo. Debe descansar. –Me pidió la
comadrona–. Es joven, puede tener más hijos.
–No
–dije firme–. No dejaré que se lo lleve tan fácilmente.
–No
quiera ver lo que el mago oscuro le tiene preparado. –Intentó
convencerme también la joven.
–No
puedo abandonarle –dije reanudando la marcha. El teatro ya solo
estaba a unos metros de nosotras. Los tambores se escuchaban con más
fuerza y el ritmo con que se tocaban aumentó.
Llegamos a
las puertas del anfiteatro no sin esfuerzos. Dos orcos estaban
colocados a lado y lado de la lujosa entrada, hecha de mármol con
cuatro columnas que sostenían la fachada principal. Al vernos llegar
uno hizo un gesto con la cabeza a su compañero y nos abrieron la
puerta, de inmediato un olor a sudor, orines y heces nos alcanzó.
–Adelante
–nos instó uno de los orcos–. Al amo le gustará que lo veas.
Continuamos
la marcha, siguiendo el pasillo de orcos que estaban apostados a cada
lado del camino. Siempre fui a aquel lugar como espectadora, ocupando
el palco de honor junto a mi marido, pero esta vez la fila de orcos
nos dirigió a lo que parecía ser la arena del teatro. Descendimos
unas escaleras. El ruido de los tambores se intensificó y dos
corpulentos orcos abrieron una doble puerta de madera.
Apoyada en
la comadrona y la muchacha, vimos a los habitantes de Tarmona
volverse hacia nosotros con rostros espantados. De inmediato, me
reconocieron, y sus ojos se desorbitaron danzando por todo mi cuerpo,
viendo la sangre que había manchado el camisón que llevaba y los
restos de sangre que bajaban aún por mis piernas. Les miré sin
saber qué hacer, allí había congregados los últimos
supervivientes de la ciudad. Pero rápidamente mi atención pasó al
palco que había elevado justo en el otro extremo de la arena.
Urso había
dejado a mi hijo en una mesa hecha en piedra. Y tiraba sobre él una
especie de sustancia aceitosa. Un gritó se alzó entre los presentes
en ese instante y todos se volvieron hacia la persona que empezó a
abrirse paso a empujones, con el objetivo de llegar hasta mi hijo.
–¡André!
–Reconocí.
¡Estaba
vivo! Mi marido aún vivía.
No alcanzó
a escucharme, fue directo hacia el altar para salvar a nuestro hijo.
Rápidamente aquellos que nos eran leales –la guardia– le
siguieron.
Con manos
desnudas, decenas de hombres quisieron hacer frente al círculo de
orcos que rodeaba la tarima. André esquivó el mandoble de un hacha
por muy poco, y dio un puñetazo a otro monstruo que quiso rebanarle
la cabeza al verle traspasar la barrera defensiva. En ese acto, logró
hacerse con un arma y llegar a Urso. Saltó hacia él con el mandoble
alzado, pero el mago oscuro le miró con ojos llenos de locura y
antes que pudiera tocarle fue disparado varios metros por el aire.
Grité
presa del pánico al ver a André volar y seguidamente caer desde
varios metros de altura. La gente se hizo a un lado de inmediato en
cuanto mi marido descendió e impactó sobre la arena del teatro.
–¡No!
–Me solté de mis dos ayudantas, y con lágrimas en los ojos me
dirigí a mi marido trastabillando con mis propios pies. Caí de
rodillas en el suelo unos metros antes de alcanzarle y gateé casi
sin fuerzas hasta llegar junto a él–. ¡André!
Aún vivía,
pero un flujo de sangre le salía de la nariz, orejas y boca.
Me miró y
sonrió.
–Estás...
viva –dijo llenándosele los ojos de lágrimas. Sostuve la mano que
intentó acariciar mi rostro–. Perdonadme... por no... haber...
podido... protegeros...
Exhaló su
último aliento y sus ojos se cerraron.
–¡André!
–Empecé a llorar a lágrima viva.
Intenté
zarandearle para que reaccionara, pero no despertó. De pronto, la
gente empezó a gritar, a llevarse las manos al rostro, o simplemente
a desviar la vista de la tarima donde se encontraba el mago oscuro,
no pudiendo hacer frente a lo que vino a continuación.
Urso, con
una daga de hoja curva acababa de punzar a mi hijo en el cuello y
recogía su sangre en una copa de oro.
–¡No,
por favor! –Grité horrorizada–. ¡Que alguien haga algo!
Al decir
aquellas palabras, me di cuenta de que aquellos que intentaron ayudar
a mi marido yacían muertos a los pies de la tribuna.
Quise
alzarme, pero caí de inmediato. Había perdido mucha sangre y no me
quedaban fuerzas para levantarme.
Mi hijo aún
vivía cuando Urso bebió su sangre y acercó una antorcha para
prenderle fuego.
Miré toda
la escena petrificada, mientras el llanto de un recién nacido fue
extinguiéndose consumido por las llamas de la hoguera. Aquella
imagen, el sollozo de mi hijo muriendo, quedó grabada en mi memoria
para toda la vida.
El mago
oscuro alzó sus brazos a la luna llena, con un claro suspiro de
satisfacción al haber sacrificado a un inocente bebé. La luna se
tornó roja en ese instante y yo me dejé caer en la arena, vencida,
sin ganas de vivir o luchar contra el mago oscuro que había
asesinado a mi familia y esclavizado a mi pueblo.
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