domingo, 1 de marzo de 2015

PRÓLOGO: La profecía del mundo Oyrun (El colgante de los cuatro elementos)

¡Hola!
Este mes de marzo saldrá a la venta la segunda parte de Saga Oyrun (El colgante de los cuatro elementos), y para ir promocionando la novela os dejo la sinopsis y el prólogo.
¡Espero que lo disfrutéis!


SINOPSIS:

La desaparición de la elegida brinda una oportunidad a los magos oscuros de someter a todas las razas de Oyrun, bajo su voluntad. Al mismo tiempo, Ayla, debe encontrar la manera de regresar al lado de su amor, el príncipe Laranar, herido en batalla y bajo la incertidumbre de si sigue vivo o muerto. Pero una duda se le presenta a la elegida, pues el futuro oscuro que le predijo el mago Valdemar pende como una daga sobre su cabeza, si regresa a Oyrun, podría acabar muerta.
¿Merece la pena arriesgar la vida por volver a encontrarse con su príncipe elfo? ¿Será capaz de afrontar su destino donde otros han muerto?
Sigue la continuación de La profecía del mundo Oyrun, un segundo volumen cargado de amor, aventuras, desafíos y pasados ocultos, que harán las delicias de los lectores.


PRÓLOGO

El momento llegaba y agarraba con fuerza las sábanas de la cama donde estaba tendida. Encorvé la espalda, gimiendo, cuando una nueva ráfaga de dolor retornó con más fuerza. Una muchacha pasó un paño humedecido en agua fría por mi frente, mientras otra mujer me apremiaba porque no resistiera por más tiempo lo inevitable.
¡Empujad! –Gritó.
No –me negué, viendo el orco que esperaba plantado en la puerta–. No se lo daré.
Si no empujáis moriréis los dos –me avisó.
Las lágrimas caían por mis mejillas, y miré la única ventana que disponía aquella estancia. Era de noche, la luna llena estaba alta en el cielo como un espectador que vigila todo lo que sucede en el mundo.
Grité al notar otra contracción, e involuntariamente mi cuerpo me traicionó y empecé a empujar.
¡Sigue! –Me gritó la comadrona–. ¡No pares!
La chica que me humedecía la frente miraba la escena horrorizada, pero hizo acopio de valor y me dio una mano que agarré con fuerza. El dolor se suavizó y me dejé caer sobre la montaña de cojines que tenía a mi espalda. Las sábanas estaban teñidas de sangre. La chica volvió a pasar el paño por mi frente. La miré, era joven, cabellos oscuros y ojos marrones, pero poco agraciada. No la conocía, no era ninguna de mis damas de compañía, y la comadrona tampoco era nadie de mi círculo. Solo una simple mujer, entrada en años, sacada de los bajos fondos de la ciudad.
¿Y mi marido? –Quise saber.
Supongo que en el anfiteatro –respondió la comadrona–. Como toda la ciudad o... lo que queda de ella.
El dolor regresó y la mujer volvió a prepararse.
Empujé, apretando los dientes, notando como la sangre enrojecía mi rostro por el esfuerzo. Al coger aire me fijé en el orco, que curvó las comisuras de su boca en una sonrisa malévola.
No dejaré que te lo lleves, pensé.
¡Ya casi! ¡Un último esfuerzo!
El dolor era insufrible, como el peor de los dolores de estómago multiplicado por diez pero localizado únicamente en la zona baja del vientre. Agarré más fuerte la mano que me tendía la muchacha, ésta gimió de dolor y se dobló a un lado, sorprendida al notar mi fuerza.
La solté en cuanto pude respirar una bocanada de aire.
Agarré de nuevo las sábanas, estrujándolas. Cerré los ojos, puse todas mis fuerzas en dar un último empujón. Grité, grité, grité. Entonces, noté como se deslizó al exterior.
¡Ya está! –Exclamó la comadrona, aliviada.
Me dejé caer en la pared de cojines de mi espalda y vi al orco hablar con alguien en el exterior.
Mi hijo rompió a llorar en brazos de la mujer que me atendió.
>>Es un varón –me informó, mientras lo envolvía en una manta de algodón.
Me lo tendió y lo cogí, temblorosa.
Estaba sucio de sangre y fluidos, pero tenía una buena voz.
Sonreí, mirándole, y le di un beso en la frente.
Poco a poco se calmó mientras le acunaba en mis brazos y le observaba. Era perfecto, sano y sin ninguna deformidad. Abrió los ojos y reconocí la mirada de André en él.
Tiene sus ojos marrones, pensé con ternura y ensanché mi sonrisa.
¡Ah! El heredero de Tarmona –un vuelco me dio el corazón al escuchar esa voz y miré con pánico creciente el mago oscuro que entró en la habitación.
Era un hombre que aparentaba unos cuarenta o cuarenta y cinco años de edad, pero que había vivido milenios. Su tez era blanca, pálida. Sus cabellos eran negros y lacios, que le llegaban hasta justo los hombros, y sus ojos... eran oscuros como la noche mostrando un deje de locura en una mirada ya de por sí siniestra y malvada. Se plantó a mi lado, observando a mi hijo y yo lo estreché más contra mi pecho.
Por favor, no le haga daño –le supliqué.
Era de constitución delgada y acostumbraba a caminar con los hombros encorvados.
Me temo que no puedo prometerle eso, condesa.
El mago oscuro miró al orco y asintió.
Automáticamente el orco se dirigió a mí con paso decidido mientras el mago oscuro se hizo a un lado.
¡No! –Grité, intentando huir del monstruo que extendió sus brazos para coger a mi hijo–. ¡No! ¡Por favor! ¡Por favor!
Mi pequeño empezó a llorar, mientras el orco forcejeaba conmigo. Finalmente, me lo arrebató de mis brazos al comprender que era capaz de partirlo en dos si no se lo entregaba.
Miré a la comadrona y la muchacha, buscando su ayuda, pero se limitaron a mirar la escena desde una esquina, ambas llorando en silencio por la angustia y el temor. Miré una vez más al mago oscuro y al orco que ya salían de la habitación llevándose a mi hijo.
Desesperada, saqué fuerzas de donde ya no quedaban y me puse en pie.
Condesa, no debería...
Empujé a la comadrona en cuanto quiso detenerme, di dos pasos y llegué a la pared. Desde allí, fui apoyándome en ella hasta salir a un pasillo, a tiempo de ver como el mago oscuro giraba una esquina con su túnica negra ondeando bajo su marcha.
¡Urso! –Le llamé, recostada en el marco de la puerta–. ¡Devuélvemelo!
Una risita me llegó desde su dirección unida a los llantos de mi hijo.
Empecé a caminar apoyándome en la pared, pero entonces una pequeña contracción hizo que me detuviera. La comadrona vino de inmediato y me sostuvo mientras apretaba. Algo se deslizó por mis piernas, una especie de bolsa residual.
Tranquila es normal –dijo al ver que ponía los ojos como platos–. Pero debe descansar.
No, mi hijo.
Volví a caminar, aunque esta vez la mujer me ayudó en ello y a mi otro lado se colocó la muchacha rodeándome con un brazo la cintura. Salimos al exterior del castillo y escuchamos unos tambores retumbando por toda la ciudad.
Démonos prisa –pedí, intentando caminar lo más rápido que podía. Detrás de mí, un rastro de sangre marcaba nuestro paso.
Los orcos inundaban las calles, pero ninguno hizo intención de detenernos. Algunos sonrieron al vernos pasar, como si les hiciera gracia nuestra situación. Eran unas criaturas horribles que podían alcanzar los dos metros de alto aunque muchos de ellos solo alcanzaban el metro sesenta. Sus rostros eran malformaciones producidas por la más profunda magia negra, con colmillos prominentes y tez oscura. Iban vestidos con bastas ropas y armaduras, aunque algunos de ellos dejaban su torso desnudo llevando únicamente pantalones. Portaban hachas, mandobles o espadas. Se contaba, que en el pasado, fueron elfos capturados y trasformados en lo que eran hoy en día, unos monstruos sin corazón ni remordimientos.
Aparté la vista de todos ellos, concentrándome en alcanzar el anfiteatro. Lugar donde llevaba Urso –el mago negro– a mi hijo.
Las piernas me fallaron y casi hice caer a la comadrona y a la muchacha al suelo, pero me sostuvieron y logré recuperar el equilibrio.
Condesa, se lo suplico, volvamos al castillo. Debe descansar. –Me pidió la comadrona–. Es joven, puede tener más hijos.
No –dije firme–. No dejaré que se lo lleve tan fácilmente.
No quiera ver lo que el mago oscuro le tiene preparado. –Intentó convencerme también la joven.
No puedo abandonarle –dije reanudando la marcha. El teatro ya solo estaba a unos metros de nosotras. Los tambores se escuchaban con más fuerza y el ritmo con que se tocaban aumentó.
Llegamos a las puertas del anfiteatro no sin esfuerzos. Dos orcos estaban colocados a lado y lado de la lujosa entrada, hecha de mármol con cuatro columnas que sostenían la fachada principal. Al vernos llegar uno hizo un gesto con la cabeza a su compañero y nos abrieron la puerta, de inmediato un olor a sudor, orines y heces nos alcanzó.
Adelante –nos instó uno de los orcos–. Al amo le gustará que lo veas.
Continuamos la marcha, siguiendo el pasillo de orcos que estaban apostados a cada lado del camino. Siempre fui a aquel lugar como espectadora, ocupando el palco de honor junto a mi marido, pero esta vez la fila de orcos nos dirigió a lo que parecía ser la arena del teatro. Descendimos unas escaleras. El ruido de los tambores se intensificó y dos corpulentos orcos abrieron una doble puerta de madera.
Apoyada en la comadrona y la muchacha, vimos a los habitantes de Tarmona volverse hacia nosotros con rostros espantados. De inmediato, me reconocieron, y sus ojos se desorbitaron danzando por todo mi cuerpo, viendo la sangre que había manchado el camisón que llevaba y los restos de sangre que bajaban aún por mis piernas. Les miré sin saber qué hacer, allí había congregados los últimos supervivientes de la ciudad. Pero rápidamente mi atención pasó al palco que había elevado justo en el otro extremo de la arena.
Urso había dejado a mi hijo en una mesa hecha en piedra. Y tiraba sobre él una especie de sustancia aceitosa. Un gritó se alzó entre los presentes en ese instante y todos se volvieron hacia la persona que empezó a abrirse paso a empujones, con el objetivo de llegar hasta mi hijo.
¡André! –Reconocí.
¡Estaba vivo! Mi marido aún vivía.
No alcanzó a escucharme, fue directo hacia el altar para salvar a nuestro hijo. Rápidamente aquellos que nos eran leales –la guardia– le siguieron.
Con manos desnudas, decenas de hombres quisieron hacer frente al círculo de orcos que rodeaba la tarima. André esquivó el mandoble de un hacha por muy poco, y dio un puñetazo a otro monstruo que quiso rebanarle la cabeza al verle traspasar la barrera defensiva. En ese acto, logró hacerse con un arma y llegar a Urso. Saltó hacia él con el mandoble alzado, pero el mago oscuro le miró con ojos llenos de locura y antes que pudiera tocarle fue disparado varios metros por el aire.
Grité presa del pánico al ver a André volar y seguidamente caer desde varios metros de altura. La gente se hizo a un lado de inmediato en cuanto mi marido descendió e impactó sobre la arena del teatro.
¡No! –Me solté de mis dos ayudantas, y con lágrimas en los ojos me dirigí a mi marido trastabillando con mis propios pies. Caí de rodillas en el suelo unos metros antes de alcanzarle y gateé casi sin fuerzas hasta llegar junto a él–. ¡André!
Aún vivía, pero un flujo de sangre le salía de la nariz, orejas y boca.
Me miró y sonrió.
Estás... viva –dijo llenándosele los ojos de lágrimas. Sostuve la mano que intentó acariciar mi rostro–. Perdonadme... por no... haber... podido... protegeros...
Exhaló su último aliento y sus ojos se cerraron.
¡André! –Empecé a llorar a lágrima viva.
Intenté zarandearle para que reaccionara, pero no despertó. De pronto, la gente empezó a gritar, a llevarse las manos al rostro, o simplemente a desviar la vista de la tarima donde se encontraba el mago oscuro, no pudiendo hacer frente a lo que vino a continuación.
Urso, con una daga de hoja curva acababa de punzar a mi hijo en el cuello y recogía su sangre en una copa de oro.
¡No, por favor! –Grité horrorizada–. ¡Que alguien haga algo!
Al decir aquellas palabras, me di cuenta de que aquellos que intentaron ayudar a mi marido yacían muertos a los pies de la tribuna.
Quise alzarme, pero caí de inmediato. Había perdido mucha sangre y no me quedaban fuerzas para levantarme.
Mi hijo aún vivía cuando Urso bebió su sangre y acercó una antorcha para prenderle fuego.
Miré toda la escena petrificada, mientras el llanto de un recién nacido fue extinguiéndose consumido por las llamas de la hoguera. Aquella imagen, el sollozo de mi hijo muriendo, quedó grabada en mi memoria para toda la vida.

El mago oscuro alzó sus brazos a la luna llena, con un claro suspiro de satisfacción al haber sacrificado a un inocente bebé. La luna se tornó roja en ese instante y yo me dejé caer en la arena, vencida, sin ganas de vivir o luchar contra el mago oscuro que había asesinado a mi familia y esclavizado a mi pueblo.







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