sábado, 19 de diciembre de 2015

CUENTO CORTO: HACER LLORAR A UN ÁRBOL

¡Hola, otra vez!
Este mes de diciembre, aprovechando que llega Navidad, he decidido regalaros un pequeño cuento que presenté a concurso hará unos cuatro o cinco años. No recuerdo el nombre del concurso, simplemente que para participar uno debía escribir un cuento corto. ¿La temática? Libre, aunque no especificaba si debía ser para un público adulto, juvenil o infantil.
No gané, ¡qué se le va a hacer! Pero espero que os guste :)
Este es mi regalo de Navidad para todos vosotros:


HACER LLORAR A UN ÁRBOL

El niño miró la gran cordillera de árboles que delimitaban el condado del Bosque Maligno. Según las leyendas que se contaban de él, albergaba todo tipo de criaturas mágicas que bien podían ser buenas como malvadas.
Se decía que un árbol con el poder de curar cualquier herida o enfermedad se hallaba en el centro del bosque. Y solo se necesitaba una lágrima de aquel ser fantástico para sanar a cualquier persona que lo necesitara.
Pero nadie del condado, ni niños ni adultos, se atrevía a aventurarse en su interior y quien lo hizo jamás regresó.
Alan suspiró, llevando una mano a la empuñadura de la espada que colgaba de su cinto. Contaba con tan solo doce años y era el segundo hijo del Conde de Roca Azul. Su madre había enfermado dos días atrás y ningún médico lograba encontrar la medicina que le devolviera la salud. Por ese motivo, se plantó por la mañana, temprano, con el único objetivo de hacer llorar a un árbol.
Miró una vez más aquellos árboles encantados y reuniendo el valor necesario se adentró con paso decidido dispuesto a salvar a su madre.
Después de una hora de marcha sus miedos empezaron a disiparse, pues aparte de raíces, musgo, hierbajos e insectos, no encontró nada fuera de lo normal en un bosque común. Los pájaros cantaban, las ardillas revoloteaban por las ramas y algún que otro roedor se hacía escuchar cerca de él, pero no vio ningún ser mágico, bueno o malvado.
Según le explicó su tío, lo que más debía temer un hombre del Bosque Maligno era encontrarse con las hadas de la miel, pues su belleza y astucia llevaba a hombres hechos y derechos a perder la cabeza, volverse locos y querer quitarse la vida por el amor de una noche.
Pero Alan, en su primer día, no vio ni una sola hada de la miel; por no ver, no vio ni un unicornio, ni un centauro o un duendecillo, criaturas que habitaban en el bosque o eso decía la gente. Y en cierta manera, se quedó decepcionado.
Pasó la noche acurrucado en los pies de un árbol, protegido por raíces y cubierto por su capa. Los sonidos de la noche, aunque siniestros, tampoco desvelaron nada del otro mundo y durmió sin altercados; despertando a la mañana siguiente quejándose por una piedra que se le había clavado en la espalda.
A medida que transcurrió el segundo día algo percibió en el ambiente, quizá fuera la vegetación donde los árboles cambiaron progresivamente a troncos más altos y retorcidos. O tal vez el hecho de empezar a ver animales pequeños que jamás había visto hasta entonces; y que, al parecer, ellos tampoco habían visto a un humano, por lo que no huyeron de Alan como era de esperar.
El niño, notó la sensación extraña como si alguien le observara, pero jamás pudo ver la cantidad de seres del bosque que miraron su presencia. Eran demasiado listos como para dejarse ver pero demasiado curiosos como para no acercarse lo suficiente y dejarse notar. En raras ocasiones tenían la oportunidad de ver a un humano y menos un niño, pero pronto llevó a que la novedad se hiciera habitual y acabaran ignorándolo a los pocos minutos.
Alan tuvo suerte; jamás sabría que en una ocasión la fortuna estuvo de su lado al pasar junto a una cueva oculta por grandes plantas enredaderas, que se alzaban del suelo a la roca, cubriendo la enorme entrada a la casa de un trol. Aquel ser se encontraba dormido después de haber llenado su estómago con alguna pobre criatura del bosque, sino otro gallo hubiera cantado.
Hacia el mediodía, Alan escuchó el cantar de unas risas que provenían de algún lugar donde brotaba el agua. Embargado por la curiosidad se aproximó con la intención de ver sin ser descubierto, y se agazapó entre los arbustos arrastrándose por el suelo.
La imagen que apareció ante él fue tan mágica que quedó sin aliento.
Un grupo de hadas de la miel se bañaban en las aguas claras de un riachuelo mientras reían, cantaban y tocaban el arpa. Eran hermosas, incluso en los ojos de un niño como Alan, la belleza de aquellos seres era palpable.
Alan observó que todas, sin excepción, iban desnudas; y solo algo parecido al musgo o a las hojas de los árboles cubría las formas de mujer de aquellos seres fantásticos.
El niño quedó ensimismado, observándolas sin darse cuenta que el sol continuaba su curso y las horas pasaban. De pronto, sin darse cuenta que ni el hambre o la sed le había sacado de aquel hipnotismo, notó una mano en su hombro; lo que provocó un espanto momentáneo y un leve respingo de rodillas en el suelo.
-¿No te ha enseñado tu madre que espiar es de mala educación?
Alan no pudo responder al ser tan hermoso que le acabó de hablar. Sus cabellos dorados caían grácilmente por su pecho mientras que sus ojos eran dos perlas grises que reflejaban el brillo de la luna, todo ello unido a un bonito rostro en forma de corazón.
-Lo siento, mi señora – consiguió decir Alan cuando encontró las palabras –. No era mi intención espiaros.
El hada de la miel sonrió, le cogió de una mano y se lo llevó a rastras junto con el resto de hadas sin que el niño pudiera hacer nada por detenerla.
-¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad lo que he encontrado! – Anunció el hada –. Un hombrecito.
A continuación hubo un alboroto de risas y felicidad entre las hadas de la miel. Se aproximaron a Alan y empezaron a rodearle, extasiadas por su nuevo juguete. Le tocaron el pelo castaño que le caía por los hombros como si fuera un color realmente curioso, pues todas las hadas eran rubias así que encontraron aquel tono único. Miraron su espada pero no se atrevieron a tocar más que la empuñadura con una caricia. Pasaron sus dedos por dentro de su camisa y rompieron en carcajadas al darse cuenta que tenía la constitución de un niño. Algo que a Alan no le gustó y por primera vez empezó a despertar de la realidad en que se encontraba, pero pronto una de ellas se inclinó dándole un dulce beso en los labios, lo que volvió a conquistar al hombrecito, dejándose llevar hacia el riachuelo que había a unos metros de ellos.
-¿A qué son bonitas las aguas? – Le preguntó con inocencia el hada de la miel que le encontró.
-Mucho – respondió por educación, pero no vio ninguna diferencia con las aguas de otros riachuelos de otras partes del condado.
El hada de la miel se inclinó a él y en un susurro al oído le dijo:
-Si quieres encontrar el árbol que llora solo debes mirar dentro de las aguas.
Alan se quedó por un momento perplejo, no sabiendo cómo podía conocer el propósito de su viaje.
El resto de hadas de la miel le rodeaban, sonrientes, como verdaderos ángeles.
-¿Cómo sabe que busco el árbol que llora?
-Porque todos los que entran en este bosque lo buscan.
A Alan le pareció una respuesta lógica, muchos aventureros querían las lágrimas de la vida para hacerse ricos, pero ninguno regresaba nunca.
Alan se inclinó a las aguas del riachuelo que transcurrían de forma calmada.
-No veo nada – dijo decepcionado al ver únicamente su reflejo.
-Inclínate más y lo verás – le insistió el hada de la miel.
Antes de hacerlo, Alan se fijó en el reflejo de las hadas que le acompañaban y se quedó petrificado, pues descubrió la verdadera forma de aquellos seres bellos por fuera pero crueles por dentro.
No tenían los rostros dulces en forma de corazón, ni sus cabellos eran dorados como cascadas de oro y, desde luego, sus ojos no eran perlas de mar. Eran seres horripilantes que daban pavor con solo mirarlos.
Alan pensó a marchas forzadas la manera de escapar. El hechizo que había entorno a él se rompió, pero la mente del niño solo pudo fijarse en los cabellos de las hadas como esparto desordenado, junto con sus ojos negros que lagrimeaban algo tan oscuro como la noche y turbaban su mente.
-Vamos, mi hombrecito – le habló el hada de la miel –. Estamos esperando que veas el camino del árbol que llora.
Al no responder la actitud de las hadas se tornó hostil y una de ellas le cogió del cuello para encararlo al riachuelo. Alan, presa del pánico, hizo lo único que se le ocurrió en aquel momento; desenvainó su espada y de un tajo cortó el brazo del hada que le sujetaba. Inmediatamente las otras seis se retiraron y lo miraron recelosas por haberlas descubierto.
El hada que fue herida miró al niño con odio y dijo:
-Nadie escapa de nosotras cuando ha visto nuestro verdadero aspecto – se inclinó a Alan, pero este, tal y como le enseñó su padre, blandió su espada con maestría y le cortó la cabeza a aquel ser maligno.
El resto de hadas se retiraron en el acto, demasiado cobardes para arriesgar su vida. Nunca se encontraron en situación parecida, pues los hombres siempre habían caído bajo su belleza, pero una vez roto el hechizo no tenían más armas que sus manos frente a una espada que, aunque pequeña, estaba bien afilada.
Poco a poco, sin apartar la vista de aquellos seres, Alan fue acercándose al bosque de espaldas a él.
-No me sigáis y juro que nunca revelaré vuestro verdadero aspecto – continuaron mirándole de forma hostil -. ¡Si lo hacéis! – Alzó la voz para hacerse valer –. ¡Os juro que os mataré como a vuestra compañera!
Las hadas no se movieron y Alan llegó al bosque. Se volvió y tan rápido como pudo echó a correr como si una manada de hienas estuviera dándole caza. Después de unos minutos en los que creyó que el corazón le saldría por la boca, se detuvo y se dejó caer al suelo, exhausto.
Nadie le siguió.
Lloró, no lo pudo evitar, al fin y al cabo solo era un niño en un bosque donde nadie regresaba jamás.
No tardó en reponerse y continuar su camino, la vida de su madre corría peligro y aquel pensamiento era lo que le daba fuerzas para seguir adelante.
Al caer la noche volvió a acurrucarse en las raíces de uno de aquellos inmensos árboles y durmió de forma intranquila. Teniendo pesadillas en las que aparecían monstruos escondidos bajo formas de bellas doncellas.
Al siguiente día, continuó la marcha llegando hasta un puente que cruzaba un río de caudal profundo y fuerza brava. En cuanto puso un pie encima de él, un duende saltó a su paso, deteniéndolo.
-¡Alto! – Gritó el duende, que no llegaba en altura ni a los hombros de Alan – Si quieres pasar debes pagar.
-No tengo dinero – contestó Alan –. No sabía que en un bosque lo necesitara.
-Pues entonces tienes prohibido el paso.
-¿Y quién eres tú para prohibírmelo? – Preguntó indignado Alan.
-El dueño de este puente y si no quieres tener siete años de mala suerte vete o paga.
Alan resopló, conocía muy bien las historias de duendes que imponían un peaje en los puentes donde vivían, pero no llevaba ni una triste moneda de bronce con el que poder pagarle.
Intentó ser diplomático, explicando su situación al duende, pero este no entró a razones.
Alan pensó en cruzar el río a nado, pero la fuerza de las aguas y el peso de su espada y macuto lo arrastraría. Además, la comida de que disponía no podía mojarse, si no se vería sin comer durante varios días. Así que no le quedaba otro remedio que pagar al duende y, aparte de su espada que necesitaba para protegerse, solo le quedaba el anillo de oro de su familia.
Lo llevaba colgando del cuello – atado a un cordón de cuero - desde que su padre se lo regaló al cumplir los diez años. Era toda su herencia, aparte de aquel anillo no recibiría nada más de su familia. Su hermano mayor era el heredero y en consecuencia Alan solo el segundo hijo de la familia Roca Azul. No tenía derecho a tierras, títulos o riquezas.
Suspiró, y comprendiendo que un anillo no valía tanto como una madre le entregó su más preciado tesoro al duende, consiguiendo así la autorización para poder pasarlo.
Con el alma en los pies estuvo decaído el resto del día; pero entonces, cuando se sintió más desesperado y se preguntaba si lograría llegar a su objetivo, una pradera se abrió ante él. Y en el centro de esta, un gran árbol, diferente de todos los que había visto hasta el momento, se hallaba esperándolo.
Corrió lleno de alegría al saber que había llegado a su destino y en cuanto alcanzó el árbol, abrazó su tronco en una muestra de felicidad. Una vez se tranquilizó miró aquel enorme tronco y empezó a explicarle el motivo de tan largo viaje. Pudo sentirse extraño hablándole a un árbol pero Alan se mostró relajado, como si estuviera hablando a una persona de carne y hueso. La decepción, no obstante, llegó a él cuando se dio cuenta de que por más que le explicaba al árbol los motivos de su viaje no mostró ningún cambio, no emitió ni una lágrima.
-¡Maldito! – Dio una patada al tronco retorcido en una muestra de rabia e impotencia -. ¡Tanto camino para nada!
De pronto, escuchó un gruñido a su espalda y al volverse vio a un enorme animal que se abalanzaba encima de él. El instinto hizo que se echara al suelo en un acto reflejo, y el enorme animal - de color negro azabache - rasgó con sus enormes garras el tronco del árbol llorón.
Alan miró petrificado a aquella bestia parecida a un lobo de tamaño antinatural. Su cruz alcanzaba el metro y medio de altura, sus ojos eran rojos como la sangre y sus garras eran tan grandes y afiladas como el mejor de los puñales.
Con el lomo erizado a punto de atacar, Alan se alzó del suelo antes que le sorprendiera otra vez, y desenvainó su espada.
Pensó que era una criatura mucho más feroz que las hadas de la miel y, asustado, retrocedió un paso provocando el ataque del lobo.
El niño balanceó su pequeña espada en un intento por protegerse y cayó de bruces al suelo al detener la fuerza de tan terrible criatura; perdiendo su arma entre las raíces del árbol.
El lobo apenas sufrió un pequeño corte en su pelaje, pero fue suficiente para enfurecerlo.
-Maldito crío – habló el lobo, lo que sorprendió aún más a Alan. Jamás había conocido a ningún animal que pudiera hablar; pero claro, se encontraba en un bosque encantado lleno de extrañas leyendas, por lo que después de pensarlo un segundo no era tan extraño. – Pagarás lo que has hecho.
Alan, se arrastró entre las raíces para recuperar su espada y en el momento que estuvo a punto de cogerla el gran lobo lo inmovilizó con una de sus patas, colocándola a su espalda.
-Eres mío, - dijo el lobo – servirás de cena a Artux, el guardián de este árbol.
Artux era el sumo guardián del gran árbol que podía llorar, pero aquello Alan lo ignoraba; pues nadie que hubiera llegado tan lejos pudo volver para contarlo. Todos morían bajo los colmillos y garras de Artux.
Alan paró de temblar, comprendiendo que o reunía el valor para defenderse o moriría en manos de Artux.
Sacó fuerzas de donde pudo, estiró el brazo en el intento de recuperar su espada y cuando logró agarrar su empuñadura, se volvió como si fuera llevado por el mismísimo diablo, produciendo un profundo corte en el cuello del animal.
Inmediatamente Artux se apartó mirándolo con odio, la herida producida era mortal pero no por eso amedrentó al lobo. Saltó encima de Alan, justo cuanto este se alzaba con la espada preparada.
El chico perdió el equilibrio al verse empujado, cayendo de espaldas al suelo con la espada levantada, pero la fortuna hizo que la hoja afilada de Alan se clavara automáticamente en el pecho del lobo.
Artux murió en el acto.
Alan tuvo que descansar unos breves minutos sentado en el suelo. Su respiración era acelerada y notaba un regusto de sangre en la boca. Bebió un poco del agua de su cantimplora y finalmente envainó su espada.
Se aproximó al gran árbol, resignado por haber llegado tan lejos, arriesgar su vida con las criaturas del bosque y haber pagado un peaje con la única herencia que obtendría de su familia.
Pero fue, en ese momento, cuando creyó que su viaje fue en balde, que se fijó en la corteza rasgada por las garras de Artux y descubrió que el árbol lloraba. No eran lágrimas como las de los humanos, ¡era la savia del árbol!
La savia del árbol llorón tampoco era igual que la de otros árboles, pues esta era de color plateada y parecía relucir con un brillo inmaculado al verse tocado por los rayos del sol.
Alan sacó el frasquito de vidrio que trajo para ese propósito y recogió todas las lágrimas que pudo. Una vez listo, emprendió el viaje de vuelta a casa más animado que cuando lo empezó.
El regreso se le hizo más corto, pues caminó con paso más seguro y decidido. Tuvo que pagar unas gotas de la savia curativa al duende del puente para que le permitiera volver a pasar, pero el resto del camino, atento a no encontrarse otra vez con las hadas de la miel, marchó sin incidentes. Fue observado por las criaturas mágicas del bosque, por supuesto. Pero aquella sensación de estar siendo analizado por alguien constantemente fue menor; pues al haberle visto en la ida, ahora ya no despertaba tanto interés en la vuelta y, básicamente, los seres del bosque le ignoraron después de ver quién era.
Su vuelta al condado fue recibida con gran alegría, que después de varios días desaparecido sin saber dónde andaba la gente pensaba que había muerto cayendo en algún pozo del condado.
-Padre, he ido al Bosque Maligno – respondió Alan a la pregunta que le formuló su padre.
-¡Al bosque! – Se escandalizó su padre -. ¿Te has vuelto loco? Nadie ha vuelto jamás, es peligroso.
-Pues yo he vuelto y he traído esto – mostró el frasco que contenía las lágrimas del árbol mágico.
Todos los presentes que se encontraban en la sala de recepciones del castillo miraron el frasquito con curiosidad.
Alan explicó todo lo acaecido desde el momento que pisó el Bosque Maligno hasta la obtención de las lágrimas curativas.
Hubo momento de desconcierto, en que todos se preguntaron si lo que decía aquel niño era verdad o no, pero el padre de Alan dijo:
-Has arriesgado tu vida – su rostro fue serio, pero luego esbozó una sonrisa orgullosa. – Se nota que eres hijo mío, valiente y decidido. Ahora, demos esta medicina a tu madre antes que sea tarde.
Así lo hicieron, y tal y como marcaba la leyenda del árbol que podía llorar, su madre empezó a mejorar. La fiebre le bajó, el color sonrosado de sus mejillas volvió y el dolor incesante en su estómago remitió. Durante todo ese proceso la madre de Alan estuvo envuelta en un aura plateada que la acompañó hasta su entera recuperación.
-Madre, ¡qué alegría! – La abrazó Alan –. Volvería diez veces al bosque solo para salvaros.

Hicieron una fiesta en honor de Alan donde recibió otro anillo de oro que mandó forjar su padre para reparar la pérdida del primero. Y así, el niño que volvió siendo un hombre, recuperó su herencia y salvó la vida de su madre.



FIN



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